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La lección del traje a lunares

Me gustaría ilustrar el proceso de duelo y de perdonarse a uno mismo a través de una anécdota personal. El día anterior a un importante taller de comunicación no violenta me había comprado un traje gris de verano. Al finalizar el taller de comunicación sin violencia, al que asistieron muchos participantes, me abordó un enjambre de asistentes que querían mi autógrafo, mi dirección y otras informaciones. Como disponía de poco tiempo porque tenía otro compromiso, me apresuré a atender todo lo que me solicitaban, por lo que firmé y garabateé a toda prisa lo que me pedían en los muchos papeles que me tendían.

Cuando ya me precipitaba hacia la puerta, me metí en el bolsillo del traje nuevo la pluma sin el capuchón. Ya en la calle, tuve la terrible sorpresa de descubrir que, en lugar del elegante traje gris, lo que llevaba puesto era un traje a lunares.

Estuve veinte minutos tratándome con brutalidad: «¿Cómo puedes ser tan descuidado? ¡Qué estupidez acabo de cometer!» Acababa de arruinar mi traje nuevo.

Si alguna vez necesité compasión y comprensión, jamás me fueron tan necesarias como entonces; sin embargo, ahí estaba, tratándome de una manera que me hacía sentir peor que nunca.

Afortunadamente, no tardé más de veinte minutos en darme cuenta de lo que estaba haciendo. Me detuve, intenté descubrir qué necesidad mía había quedado insatisfecha cuando me guardé la pluma sin el capuchón y me pregunté: «¿Qué necesidad se esconde detrás del hecho de juzgarme “descuidado” y “estúpido”?»

Me di cuenta inmediatamente de que se trataba de cuidarme mejor: prestar más atención a mis propias necesidades mientras me precipitaba a atender las de los demás. Cuando reconocí esta parte de mi persona y me conecté con el profundo deseo de ser más consciente de mis propias necesidades y de procurar atenderlas, mis sentimientos experimentaron un cambio. Tan pronto como se disiparon la ira, la vergüenza y la culpa, en mi cuerpo se produjo una distensión. Hice un profundo duelo por haberme arruinado el traje y haberme guardado la pluma sin el capuchón al mismo tiempo que me abría a los sentimientos de tristeza que ahora surgían junto con el anhelo de cuidarme más.

Después desplacé mi atención a la necesidad que estaba satisfaciendo al deslizar la pluma sin el capuchón en el bolsillo. Reconocí lo mucho que valoraba la atención y consideración hacia las necesidades de los demás. Por supuesto que, al atender las necesidades de los demás, había desatendido las mías propias. Sin embargo, en lugar de culparme por ello, sentí que me invadía una oleada de compasión dirigida hacia mi persona al darme cuenta de que, incluso al meterme la pluma sin capuchón precipitadamente en el bolsillo, había obrado atendiendo a mi propia necesidad de responder a los demás con afecto y cuidado.

Al ubicarme en el lugar de la compasión, tengo en cuenta ambas necesidades: por una parte, responder de un modo afectuoso y cuidadoso a las necesidades de los demás y, por otra, tener presentes y cuidar mis propias necesidades. Al tener conciencia de ambas necesidades, me encuentro con más recursos e imaginación para pensar en otras maneras en las que me comportaría ante situaciones similares que cuando pierdo esa conciencia en un mar de juicios contra mí mismo.

Somos compasivos con nosotros mismos cuando somos capaces de vincularnos afectuosamente con todas las facetas de nuestra persona y reconocer las necesidades y valores expresados por cada una de ellas.

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