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La empatía y la capacidad de ser vulnerables

 

Como se espera de nosotros que manifestemos nuestros sentimientos y necesidades más profundos, a veces puede representar un desafío expresarnos en términos de la Comunicación No Violenta. Se vuelve más fácil, sin embargo, si lo hacemos después de habernos conectado  empáticamente  con  los  demás,  porque  entonces  habremos  establecido contacto con su lado humano y tomado conciencia de las cualidades que compartimos. Cuanto más nos conectemos con los sentimientos y necesidades que hay detrás de las palabras de los demás, menos temeremos abrirnos. Por lo general, las situaciones en las que nos sentimos más reacios a revelar nuestra vulnerabilidad son aquellas en las que nos empeñamos en mostrar que somos «duros» por miedo a perder autoridad o el control de la situación.

 

En una ocasión mostré mi faceta vulnerable a los integrantes de una pandilla callejera de Cleveland al reconocer ante ellos que me sentía herido y que  quería  que  me  trataran  con  más  respeto. «¡Fíjense,  se  siente  herido!  ¡Pobrecito!»,  observó uno de pronto. Al oír sus palabras, todos sus amigos se rieron a carcajadas. Aquí, una vez más, yo podía interpretar que se estaban aprovechando de mi vulnerabilidad (Opción 2: «Echar la culpa a los demás»), o bien adoptar una actitud empática  hacia  los  sentimientos  y  necesidades  que  se  encontraban  detrás  de  su  conducta (Opción 4).

 

Sin embargo, si imagino que me están humillando y que se están aprovechando de mí, tal vez me sienta demasiado herido, furioso o asustado como para poder conectarme empáticamente con mi interlocutor. En estas circunstancias convendrá que opte por retirarme físicamente y ofrecerme empatía a mí mismo o solicitarla de una fuente fiable. Después de haber descubierto las necesidades que se desencadenaron tan intensamente en mi interior y de haber recibido la empatía que requieren, me encontraré en condiciones de volver al sitio del que me fui y establecer la empatía necesaria con mi interlocutor. En situaciones dolorosas, recomiendo que nos procuremos primero la empatía indispensable para trascender los pensamientos que invaden nuestra mente y así poder reconocer nuestras necesidades más profundas.

 

Cuando escuché con más atención la observación de aquel chico de la pandilla («¡Fíjense, se siente herido! ¡Pobrecito!») y la risa con la que los demás festejaron estas palabras, comprendí que tanto él como sus amigos se sentían molestos y no estaban dispuestos a permitir que los hiciera sentirse culpables ni que los manipulara.  Seguramente  su  actitud  respondía  a  experiencias  pasadas  en  las  que otras personas les habían dicho cosas como: «¡Esto me hiere!», para indicarles su desaprobación. Como no llegué a preguntárselo, no sé si mi suposición era o no acertada, pero el simple hecho de centrar la atención en aquel detalle me libró de tomarme sus palabras de una manera personal y enojarme. En lugar de formular un juicio sobre aquellos chicos por haberme puesto en ridículo o por faltarme el respeto, me concentré en el dolor y en las necesidades que se ocultaban detrás de su comportamiento. De pronto uno de los muchachos me dijo:

 

—Oiga, todo esto no son más que estupideces. Supongamos que se presentan aquí los chicos de otra pandilla y que ellos tienen armas y usted no. ¿Se quedará de brazos cruzados y comenzará con discursos? ¡Qué estupidez!

 

Todos se echaron a reír de nuevo y yo volví a dirigir mi atención hacia sus sentimientos y necesidades:

 

—Parece que están hartos de que les anden dando lecciones sobre temas que no tienen nada que ver con su situación, ¿no?

 

— ¡Claro! Si usted viviera en este barrio, sabría que todo lo que dice no son más que estupideces.

 

—Quieres decir que para que tú puedas confiar en lo que te dice una persona, y esperar que te enseñe algo, tiene que conocer tu barrio, ¿es así?

 

— ¡Claro! Algunos de estos tipos te revientan a balazos sin darte tiempo a decir dos palabras seguidas.

 

— ¿Esto quiere decir que para confiar en que alguien te enseñe algo tiene que ser una persona que conozca todos los peligros que hay por aquí?

 

Continué  escuchándolos  de  esta  manera,  a veces expresando verbalmente lo que escuchaba y otras sin decir nada. Seguimos así por espacio de unos tres cuartos de hora hasta que de pronto percibí que se había producido un cambio: se habían dado cuenta de que los entendía. Un asesor del programa también apreció el cambio y preguntó en voz alta a los chicos:

 

— ¿Qué piensan de este hombre?

 

Y el que había llevado la voz cantante y me había hecho pasar las de Caín respondió:

 

—Que, de todos los que vinieron por aquí, es la persona que mejor nos ha hablado.

 

El asesor, asombrado, se volvió hacia mí y susurró: « ¡Pero no dijiste nada!». En realidad, les había dicho mucho al demostrarles que, al margen de lo que me dijeran, no había nada que no pudiera traducirse en sentimientos y necesidades comunes a todos los seres humanos del universo.

 

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