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Para dar empatía necesitamos empatía

 

Cuando el dolor nos impide conectarnos empáticamente con los demás.

 

Es imposible darle a alguien algo que no tenemos. Por eso, si nos sentimos incapaces  de  ofrecer  empatía  a  pesar  de  nuestros  esfuerzos,  o  estamos  poco  dispuestos a hacerlo, eso suele significar que estamos demasiado privados de empatía como para poder brindársela a los demás. A veces, si reconocemos con sinceridad que existe en nosotros un malestar que nos impide actuar empáticamente con los demás, tal vez la otra persona nos ofrezca la empatía que necesitamos.

 

Otras veces quizá necesitemos proveernos de una especie de empatía de «primeros auxilios» prestando atención a lo que nos ocurre con la misma presencia y concentración  que  les  ofrecemos  a  los  demás.  Dag  Hammarskjold,  ex  secretario general de las Naciones Unidas, dijo en una ocasión: «Cuanto mejor escuchemos nuestra  voz  interior,  tanto  mejor  oiremos  lo  que  esté  ocurriendo  afuera».  Si  nos volvemos competentes en practicar la empatía con nosotros mismos, sentiremos a los  pocos  segundos  una  liberación  de  energía  que  nos  permitirá  estar  presentes con la otra persona. Con todo, si incluso esto nos fallase, todavía nos quedaría un par de opciones más.

 

Podemos gritar... sin violencia. Recuerdo que una vez pasé tres días haciendo mediación entre dos pandillas que se dedicaban a matarse unos a otros. Una de ellas se llamaba «Egipcios Negros»; la otra, «Departamento de Policía del Este de Saint Louis». El puntaje era de dos a uno; es decir, tres muertes en un mes. Después  de  tres  días  de  tensión  tratando  de  reunir  a  los  dos  grupos  para  que  se escucharan y resolvieran sus diferencias, volví en auto a casa diciéndome que no quería volver a encontrarme en toda mi vida en medio de un conflicto.

 

Lo primero que vi al atravesar la puerta trasera de mi casa fue a mis hijos enzarzados en una pelea. Como había agotado todas mis energías y no me quedaban fuerzas para empatizar con mis hijos, grité sin violencia: «¡Eh, estoy agotado!

 

¡En este momento realmente no tengo ganas de enfrentarme con sus conflictos!

 

¡Quiero un poco de paz y tranquilidad!». Mi hijo mayor, que tenía nueve años, se detuvo en el acto, me miró y me preguntó: «¿Quieres que hablemos?». Si somos capaces de expresar nuestro dolor a los demás de una manera sincera y sin culpar a nadie, a menudo descubriremos que incluso las personas que están sufriendo son capaces de prestar atención a nuestras necesidades. Como se puede suponer, yo no habría querido gritarles: «¿Qué les pasa? ¿No saben comportarse? ¿No ven que acabo de llegar a casa después de un día agotador?», ni insinuar de alguna manera  que  su  comportamiento  dejaba  mucho  que  desear.  Lo  que  hice  fue  gritar  sin violencia para que prestaran atención a las necesidades que yo tenía en aquel momento y al dolor que sentía.

 

Si, pese a todo, la otra persona también tiene unos sentimientos tan intensos que ni nos escucha ni nos deja en paz, el tercer recurso que nos queda será retirarnos físicamente de la situación conflictiva. De esa forma nos concedemos un respiro y la oportunidad de recuperar la empatía que necesitamos para poder volver más tarde en condiciones de enfocar la situación de un modo diferente.

 

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