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Lo que pedimos a los demás para enriquecer nuestra vida

 

Hasta  aquí  desarrollamos  los  tres  primeros  componentes  de  la  Comunicación no violenta,  que  se centran en lo que observamos, sentimos y necesitamos. Aprendimos a hacerlo sin criticar, analizar ni echar la culpa a nadie, sin establecer diagnósticos y actuando de una  manera que  propicie  la  comprensión  y  la  compasión.  El  cuarto  y  último componente de este proceso se ocupa de lo que nos gustaría pedir a los demás para enriquecer nuestra vida. Cuando nuestras necesidades se encuentran insatisfechas, nos atenemos a la expresión de lo que observamos, sentimos y necesitamos con una petición específica: acciones que puedan satisfacer nuestras necesidades. ¿Cómo expresaremos lo que queremos pedir para conseguir que los demás respondan a nuestras necesidades de una manera compasiva?

 

El uso del lenguaje de acción positiva

 

En primer lugar, expresamos lo que pedimos, no lo que no pedimos. Recuerdo un  fragmento  de  una  canción  infantil  escrita  por  mi  colega  Ruth  Bebermeyer:

 

«¿Cómo hago lo que no hay que hacer? Lo único que sé es que no quiero hacer lo que no hay que hacer». La letra de esta canción pone de relieve los dos problemas que surgen cuando alguien pide una cosa en forma negativa. La gente se confunde y no sabe qué se le pide en realidad; además, lo más probable es que las peticiones negativas provoquen resistencia en la persona que las recibe.

 

Frustrada porque su marido dedicaba demasiado tiempo al trabajo, una mujer relató en un taller de cnv el resultado que había obtenido con la petición que le había formulado: «Le pedí que no trabajara tanto y me salió el tiro por la culata: tres semanas más tarde me comunicó que se había inscripto para participar en un torneo de golf». La mujer había conseguido que su marido entendiera qué era lo que a ella no le gustaba –que dedicara tanto tiempo al trabajo– pero en cambio no le había dicho qué quería. Cuando la animamos a que volviera a formular su petición  de  otra  manera,  se  quedó  un  momento  pensativa  y  después  dijo:  «¡Ojalá  le hubiera dicho que me gustaría que pase al menos una tarde por semana en casa conmigo y los niños!».

 

Durante la guerra de Vietnam, me pidieron que participara en un debate televisado en el que intervenía un hombre cuya postura difería de la mía. Como grabaron el programa en vídeo, aquella noche tuve ocasión de observar mi intervención al llegar a casa. Cuando me vi en la pantalla diciendo lo que no habría querido decir, me sentí muy disgustado y me hice la siguiente promesa: «Si vuelvo a participar en otro debate, no quiero tener una intervención como la de este programa. No estaré a la defensiva. No voy a dejar que me hagan quedar como un tonto». Observen que me propuse no hacer determinadas cosas en lugar de proponerme hacer otras.

 

Una semana más tarde, cuando me invitaron a continuar el debate en el mismo  programa,  se  me  presentó  la  ocasión  de  reivindicarme.  Camino  del  estudio estuve repitiéndome todo lo que no quería hacer. Al empezar el programa, el hombre arremetió en los mismos términos de la semana anterior. Cuando terminó de hablar, me quedé alrededor de diez segundos tratando de no dirigirme a él de la manera en que recordaba haberlo hecho una semana antes. No dije nada y permanecí sentado en silencio. Sin embargo, en cuanto despegué los labios, de mi boca salieron atropelladamente las palabras que me había propuesto evitar. Fue una triste lección que me enseñó lo que ocurre cuando uno decide sólo lo que no quiere hacer, sin definir claramente lo que sí quiere hacer.

 

Una vez me invitaron a trabajar con unos estudiantes de enseñanza secundaria que habían acumulado una larga lista de agravios contra su director. Lo consideraban un racista, y querían ajustar cuentas con él. Contaban con la ayuda de un pastor, que trabajaba en estrecho contacto con los jóvenes y estaba muy preocupado  por  la  perspectiva  de  la  violencia.  Por  respeto  al  pastor,  los  estudiantes acordaron reunirse conmigo.

 

Comenzaron describiendo lo que veían como discriminación por parte del director. Tras escuchar algunas de sus quejas, les aconsejé que procedieran a poner en claro qué pretendían del director.

 

Pero uno de los estudiantes refunfuñó en tono de burla: «¿Para qué? La última vez que fuimos a verle para decirle lo que queríamos de él, su respuesta fue: "¡Fuera de aquí! No necesito que ustedes vengan a decirme lo que tengo que hacer"».

 

Pregunté entonces a los estudiantes qué le habían pedido al director. Recordaron que le habían dicho que no les gustaba que les dijera cómo tenían que peinarse. Les sugerí entonces que seguramente habrían obtenido una respuesta más satisfactoria si le hubieran dicho qué era lo que querían en lugar de manifestarle lo que no querían. Después le habían dicho al director que aspiraban a un trato más justo de su parte, lo que hizo que el hombre se pusiese a la defensiva y les gritase que él nunca había sido injusto con ellos. Les expliqué entonces que seguramente el director habría respondido de manera mucho más favorable si le hubieran pedido un comportamiento específico en lugar de indicarle vagamente que lo que querían de él era un «trato más justo».

 

Trabajando juntos encontramos la manera de expresar sus peticiones a través de un lenguaje de acción positiva. Al final de la reunión los estudiantes habían redactado treinta y ocho cosas que solicitaban de su director, entre las que figuraban las siguientes: «Nos gustaría que accediese a que se forme una representación de estudiantes negros cuando haya que tomar decisiones con respecto a la forma de vestir de los estudiantes» y «Nos gustaría que se dirigiera a nosotros no como "ustedes", sino como "los alumnos negros"». Al día siguiente los estudiantes presentaron  sus  peticiones  al  director  utilizando  el  lenguaje  de  acción  positiva  que habíamos  practicado.  Aquella  misma  noche  recibí  una  llamada  telefónica  de  los alumnos en la que me comunicaban entusiasmados que el director ¡había aceptado las treinta y ocho peticiones que le habían presentado!

 

Además de emplear un lenguaje positivo, también conviene evitar las frases de sentido  vago,  abstracto  o  ambiguo,  y  formular  nuestras  peticiones  en  forma  de acciones  concretas  que  los  demás  puedan  realizar.  Una  historieta  muestra  a  un hombre que se cayó en un lago. Mientras intenta llegar nadando a la orilla, le grita a su perro, que sigue en tierra: «¡Lassie, busca ayuda!». En la viñeta siguiente vemos al perro tendido en el diván de un psiquiatra. Todos sabemos muy bien que las opiniones pueden variar enormemente en lo que se refiere a prestar ayuda. Algunos miembros de mi familia creen que, cuando alguien les pide que ayuden a lavar los platos, “ayudar” significa supervisar cómo la otra persona los lava.

 

Una pareja con problemas que asistía a un taller nos proporciona otro ejemplo de cómo el lenguaje no específico puede llegar a bloquear la comprensión y la comunicación. La mujer le echó en cara al marido: «Lo que yo quiero es que me dejes ser simplemente quien soy». El hombre replicó: «¡Pero si ya lo hago!». Ella insistió: «¡No, no lo haces!». Al pedirle que se expresara en el lenguaje de acción positiva, la mujer dijo: «Quiero que me concedas la libertad de crecer y ser yo misma».  Esta  afirmación,  sin  embargo,  es  tan  vaga  como  la  otra,  y  es  probable  que provoque una respuesta defensiva. La mujer hizo esfuerzos para formular con claridad su petición, y luego admitió: «Suena un poco raro, pero para decir las cosas claramente, lo que quiero es que me digas con una sonrisa en los labios que todo lo que hago está bien». El uso de un lenguaje vago o abstracto suele enmascarar juegos interpersonales opresivos como el que trasluce la situación anterior.

 

Existía una falta de claridad similar entre un padre y un hijo de quince años que acudieron a mi consulta. El padre dijo, dirigiéndose a su hijo: «Lo único que te pido es que empieces a demostrar un poco de responsabilidad. ¿Es mucho pedir?».  Le  sugerí  que  especificara  claramente  de qué modo consideraba que su hijo demostraría la responsabilidad que él quería. Luego de una conversación sobre cómo podría formular su petición de  un  modo  más  claro,  el  padre  expuso  tímidamente  lo  que  él  entendía  por  responsabilidad:

 

«Bueno, sé que no suena muy bien, pero cuando digo  que  quiero  que  demuestre  responsabilidad, lo que en realidad quiero es que haga sin chistar lo que le pido, es decir, que salte cuando le digo que salte y que, además, sonría mientras lo hace». Más tarde estuvo de acuerdo conmigo en que, si su hijo se hubiera comportado de aquella manera, habría demostrado obediencia más que responsabilidad.

 

Como este padre, a menudo usamos un lenguaje vago y abstracto para indicar cómo  querríamos  que  una  persona  se  sintiera  o  fuera,  sin  referirnos  a  la  acción concreta que esperamos de ella para que logre alcanzar ese estado. Por ejemplo, un empresario hace un auténtico esfuerzo para que sus empleados se comuniquen abierta y honestamente ante él, y les  dice:  «Quiero que  se  sientan  en  plena  libertad  de  expresarse  cuando  yo  esté presente». Es una afirmación que comunica a los empleados el deseo del empresario de que «se sientan libres», pero no comunica lo que podrían hacer para sentirse así. Para ello el empresario podría usar un lenguaje de acción positiva y formular su petición de la manera siguiente: «Me gustaría que me dijeran qué puedo hacer para que se sientan en plena libertad de expresarse».

 

Un ejemplo final que ilustra cómo el uso de un lenguaje vago contribuye a crear confusión interna es la conversación que yo sostenía invariablemente  en  mis  prácticas  de  psicólogo  clínico  con las  muchas  personas  que  acudían  a  mi  consulta quejándose de depresión. Después de haberle demostrado a una consultante que comprendía hasta qué punto eran profundos los sentimientos que acababa de expresar, la conversación típicamente se desarrollaba así:

 

MR: ¿Qué es lo que usted quiere y que ahora no está recibiendo?

 

Consultante: No sé qué quiero.

 

MR: Suponía que iba a decir eso.

 

Consultante: ¿Por qué?

 

MR: Sostengo la teoría de que nos deprimimos si no conseguimos lo que queremos, y que no lo conseguimos porque nunca nos han enseñado a obtener lo que queremos. En cambio, sí nos han enseñado a ser buenos niños y buenas niñas, a ser buenos padres y buenas madres. Si tenemos que ser así de buenos, mejor que nos acostumbremos a estar deprimidos. La depresión es el premio que obtenemos por ser «buenos». Pero si quiere sentirse mejor, le conviene aclarar qué le gustaría que hicieran los demás para que su vida sea más satisfactoria.

 

Consultante: Lo  único  que  deseo  es  que  alguien  me  quiera.  No  es  mucho pedir, ¿no?

 

MR: Es un buen comienzo. Ahora quiero que me diga qué le gustaría  que  hicieran  los  demás  para  satisfacer  su  necesidad  de ser amada. Por ejemplo, ¿qué podría hacer yo en este momento?

 

Consultante: Bueno, usted sabe...

 

MR: No estoy seguro de saberlo; desearía que me dijera claramente  qué  le  gustaría  que  hicieran  los  demás  para que  usted  se sienta amada de la manera que quiere.

 

Consultante: Esto es muy difícil.

 

MR: Sí, ya sé que es difícil hacer peticiones concretas. Pero piense que todavía es mucho más difícil para los demás responder a nuestro pedido si ni siquiera nosotros lo tenemos claro.

 

Consultante: Comienzo a ver claro qué quiero que hagan los demás para satisfacer mi necesidad de amor, pero me da vergüenza decirlo.

 

MR: Sí, ya sé que a menudo da vergüenza decirlo. Entonces, ¿qué le gustaría que hiciera yo o que hicieran otras personas?

 

Consultante: Si me pongo a pensar en serio sobre qué es lo que pido cuando pido ser amada, me parece que lo que quiero es que los demás adivinen mis deseos antes de que yo misma los conozca. Y que lo hagan todo el tiempo.

 

MR: Le agradezco que se haya expresado con tanta claridad. Espero que ahora comprenda que difícilmente encontrará a la persona que satisfaga su necesidad de amor si esto es lo que pide.

 

A menudo, las personas que me consultaban lograban ver entonces que lo que contribuía en gran manera a sus frustraciones y a su depresión era que ellos mismos no supieran qué querían de los demás.

 

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