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El dolor de expresar nuestras necesidades frente al dolor de no expresarlas

 

En un mundo donde a menudo se nos juzga con severidad cuando reconocemos y expresamos nuestras necesidades, hacerlo puede ser aterrador. Las mujeres, en particular, son muy susceptibles a las críticas. La imagen de la mujer amorosa se asocia desde hace siglos con el sacrificio y la negación de sus propias necesidades en beneficio de las ajenas. Como la mujer se ve en la sociedad como un ser cuya obligación primordial consiste en cuidar de los demás, es frecuente que se le enseñe a ignorar sus necesidades.

 

Dedicamos un taller de comunicación no violenta a hablar de lo que les ocurre a las mujeres que tienen internalizadas estas creencias. Cuando se pregunta a esas mujeres cuáles son sus deseos, es frecuente que los expongan de un modo que refleja y refuerza su convencimiento de que no tienen derecho a desear todo eso y que se trata de deseos sin importancia. Por ejemplo, como la mujer tiene miedo de manifestar sus necesidades, es probable que diga que tuvo una jornada agotadora, que está muy cansada y que lo único que quiere es disponer de un poco de tiempo por la tarde para ella. Las palabras le salen de la boca como si estuviera delante de un tribunal: «En todo el día no tuve un solo momento para mí: planché todas las camisas, lavé la ropa de toda la semana, llevé al perro al veterinario, cociné la cena, preparé los almuerzos y los dejé listos para el día siguiente, y llamé por teléfono a todos los vecinos del edificio para notificarles la próxima reunión de propietarios, o sea, que [en tono implorante] ... ¿no podrías tú...?». «¡No!», es la respuesta inmediata. El tono lastimero del pedido provoca la resistencia más que la compasión de los oyentes.  Les  cuesta  reconocer  las  necesidades  que  se  esconden  tras  los  ruegos  de  la mujer  y,  por  otra  parte,  reaccionan  negativamente  ante  sus  débiles  intentos  de discutir desde la postura de lo que «debería» o de lo que «merecería» recibir de los demás. Al final ella acaba convencida una vez más de que sus necesidades no cuentan para nada,  sin  darse  cuenta  de  que  las  expresa  de una manera que difícilmente la ayudará a obtener una respuesta positiva.

 

Cierta vez mi madre asistió a un taller donde otras mujeres hablaban del miedo que les daba expresar sus necesidades. De repente mi madre se levantó y abandonó la sala. Tardó un buen rato en reaparecer, muy pálida por cierto. Frente al grupo, le pregunté:

 

—Mamá, ¿estás bien?

 

—Sí —me respondió—, pero acabo de comprender de pronto una cosa muy difícil de aceptar.

 

— ¿De qué se trata?

 

—Acabo de darme cuenta de que me he pasado treinta y seis años enfadada con tu padre porque no satisfacía mis necesidades, y ahora veo que era porque no se las manifesté claramente ni una sola vez.

 

El descubrimiento que acababa de hacer mi madre era exacto. Yo no recordaba que le hubiera dicho nunca a mi padre cuáles eran sus necesidades. Hablaba a través de indirectas, se expresaba mediante todo tipo de circunloquios, pero nunca decía directamente qué necesitaba.

 

Intentamos averiguar por qué le costaba tanto hablar abiertamente. Mi madre se había criado en el seno de una familia con escasos recursos económicos. Recordaba que, cuando era niña, solía pedir cosas que le valían una reprensión de sus hermanos y hermanas: «¿Cómo te atreves a pedir tal cosa? Sabes que somos pobres. ¿Te crees que eres la única persona de la familia?». Acabó teniendo miedo de manifestar a los demás lo que necesitaba porque pensaba que sólo le reportaría críticas y desaprobación.

 

Aprovechó la ocasión para relatar una anécdota que hacía referencia a una de sus hermanas, a quien habían operado de apendicitis y, como compensación, otra hermana le había regalado una hermosa cartera. En ese momento mi madre tenía catorce años. Aunque no dijo nada, anhelaba secretamente el regalo de una cartera como la de su hermana. ¿Qué hizo? No se le ocurrió otra cosa que fingir un intenso dolor en el costado y seguir con la comedia. La llevaron a la consulta de varios médicos que, viéndose en la imposibilidad de emitir un diagnóstico, optaron por la cirugía exploratoria. Mi madre había hecho una jugada arriesgada, pero le dio resultado, ya que consiguió que le regalaran una cartera idéntica a la de su  hermana.  Pese  al  malestar  físico  causado  por  la  operación,  estaba  encantada porque  había  conseguido  la  cartera  tan  anhelada.  La  atendían  dos  enfermeras, una de las cuales le introdujo un termómetro en la boca. Como mi madre no podía decir más que: «¡Umm, umm!», mientras mostraba la cartera a la otra enfermera, ésta, creyendo que le estaba destinada, exclamó: «¿Es para mí? ¡Muchísimas gracias!». Y se apropió de ella. Mi madre se quedó desconcertada y no se atrevió a protestar diciendo: «¡No, la cartera no es para usted! ¡Devuélvamela, por favor!».

 

Esta historia revela hasta qué punto puede ser doloroso para las personas no manifestar a los demás cuáles son sus necesidades.

 

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