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Identificar y expresar los sentimientos – Comunicación Noviolenta

 

El primer componente de la Comunicación no violenta es observar sin evaluar; el segundo es expresar cómo nos sentimos. El psicoanalista Rollo May afirma que «la persona madura es capaz de diferenciar los sentimientos estableciendo muchos matices, intensos  y  apasionados  o  delicados  y  sensibles,  como  si  fueran  los  diferentes  pasajes musicales de una sinfonía». Pero en muchos casos, como diría May, nuestros sentimientos son tan «limitados como las notas de un toque de corneta».

 

El elevado costo de los sentimientos no expresados

 

El repertorio de adjetivos que aplicamos a las personas suele ser más amplio que el vocabulario del que disponemos para describir con claridad nuestros estados  de  ánimo.  Pasé  veintiún  años  en  instituciones  educativas  estadounidenses  y no recuerdo que nadie, durante todos estos años, me haya preguntado cómo me sentía. Simplemente no se consideraba que los sentimientos fueran importantes.

 

Lo que se valoraba en estos lugares era «la manera correcta de pensar», definida por las personas que ocupaban puestos jerárquicos y de autoridad. Se nos educa para orientarnos  hacia  los  demás  más  que  para estar  en  contacto  con  nosotros mismos. Tenemos metida en la cabeza la siguiente pregunta: «¿Qué quieren los de- más que yo diga y haga?».

 

Una vez, cuando tenía unos nueve años, me ocurrió una cosa con una maestra que ilustra de qué modo puede empezar una persona a alienarse de sus sentimientos. Al terminar la clase me escondí en un aula porque en la puerta de la escuela me esperaban unos chicos que querían pegarme una paliza. Una maestra me descubrió y me pidió que me fuera a mi casa. Al decirle que tenía miedo, declaró:

 

«Los muchachos no tienen miedo». Unos años más tarde recibí la confirmación de esa misma actitud al practicar deportes. Era típico de los entrenadores que valoraran a aquellos deportistas que estaban dispuestos a «darlo todo» y a continuar entrenando y jugando sin importar el dolor que sintieran. Asimilé hasta tal punto la lección que me pasé un mes jugando al béisbol con la muñeca rota.

 

En un taller de CNV, un alumno comentó que tenía un compañero de habitación que ponía la música a un volumen tan alto que le impedía dormir. Al preguntarle  qué  sentía  cada  vez  que  se  encontraba  en  aquella  situación,  el  estudiante respondió: «Siento que por la noche no habría que poner la música tan alta». Le indiqué que al decir la palabra “siento” seguida de “que”, la oración, pese a incluir el verbo «sentir», en realidad no expresaba sus verdaderos sentimientos sino sólo su opinión. Cuando le pedí que intentara otra vez expresar sus sentimientos, respondió: «Siento que si una persona se comporta de esta manera es porque sufre un trastorno de personalidad». Le dije que aquello seguía siendo una opinión y no un sentimiento. Se quedó callado y pensativo y después anunció con vehemencia:

 

«No siento absolutamente nada».

 

Era obvio que aquel estudiante tenía sentimientos al respecto, pero lamentablemente no sabía cómo darse cuenta de que los tenía y, mucho menos, expresarlos. Esta dificultad para reconocer y expresar los propios sentimientos es muy corriente y, según mi experiencia, lo es sobre todo en el caso de abogados, ingenieros, agentes de policía, gerentes de organizaciones y militares de carrera, es decir, en aquellas personas cuyo código profesional les impide manifestar sus emociones. En el ámbito familiar, el precio que hay que pagar cuando algunos de sus miembros no saben comunicar sus emociones es muy alto. Después de la muerte de su padre, la cantante de música country y del Oeste Reba McIntire escribió una canción a la que tituló «El gran hombre al que nunca conocí». No hay duda de que en esa canción expresó los sentimientos de muchas  personas  que  nunca  pudieron  establecer  con  su  padre  la  conexión  emocional que habrían querido.

 

Suelo  escuchar  comentarios  como  éste:  «No  me  gustaría  que  me  interprete mal. Estoy casada con un hombre maravilloso, pero nunca supe cuáles son sus sentimientos». Una de esas mujeres insatisfechas llevó una vez a su marido a una sesión del taller, y delante de él manifestó lo siguiente: «Tengo la impresión de estar casada con una pared». El marido, al oír sus palabras, hizo una imitación excelente de una pared y se quedó inmóvil y mudo. La mujer, exasperada, se volvió hacia mí y exclamó: «¿Ve? Esto es lo que pasa todo el tiempo. Se sienta y se queda sin decir nada. Es como vivir con una pared».

 

«Me da la impresión de que usted se siente sola y le gustaría tener una conexión emocional más intensa con su marido», le dije. Cuando ella asintió, intenté demostrarle que frases como la que había dicho –«es como vivir con una pared»– no conseguirían motivar a su marido. En realidad, era más probable que las entendiese más como una crítica que como una invitación a conectarse con sus sentimientos. Por otra parte, este tipo de manifestaciones acaban convirtiéndose en profecías que se autor realizan. Ocurre, por ejemplo, que el marido se siente criticado al verse equiparado a una pared. Entonces se ofende, se desalienta y no responde, con lo cual no hace sino confirmar la imagen que su esposa tiene de él.

 

Ampliar nuestro vocabulario con respecto a nuestros sentimientos tiene ventajas que no sólo se hacen evidentes en las relaciones íntimas, sino también en el campo profesional. Una vez me contrataron para que asesorara a los empleados del departamento de tecnología de una gran empresa suiza cuyo problema era que, según ellos, los empleados de otros departamentos evitaban relacionarse con ellos. Al preguntarles a los empleados de otros departamentos, dijeron: «Hablar con esa gente es terrible. ¡Es como hablar con máquinas!». El problema se resolvió después de que pasé  un  tiempo  con  los  integrantes  del  departamento  tecnológico  animándolos  a revelar su faceta humana en sus relaciones con sus compañeros de trabajo.

 

En otra oportunidad tuve que trabajar con los administradores de un hospital que se sentían muy inquietos a causa de una próxima reunión que iban a tener con los médicos. Querían conseguir que los apoyaran en un proyecto que los médicos acababan de rechazar por diecisiete votos a uno. Los administradores deseaban que yo les demostrara cómo utilizar la CNV en su trato con los médicos.

 

Adoptando el rol de uno de los administradores en una dramatización, empecé con las siguientes palabras: «Me asusta plantear esta cuestión». Elegí aquellas palabras porque me di cuenta de que los administradores tenían miedo de volver a enfrentarse con los médicos a propósito de ese tema. Sin darme tiempo a continuar, uno de los administradores me interrumpió con esta protesta: «¡Usted no entiende la situación! No podemos decirles a los médicos que estamos asustados».

 

Al preguntarle por qué, respondió sin titubear: «Si se lo dijéramos nos harían pedazos». La respuesta no me sorprendió lo más mínimo, ya que había escuchado a muchas personas decir que nunca se les ocurriría manifestar sus verdaderos sentimientos en su lugar de trabajo. Me gustó enterarme, sin embargo, que uno de los administradores decidiera arriesgarse a confesar su vulnerabilidad en la temida reunión. En lugar de adoptar una actitud estrictamente lógica, racional y nada emotiva, según tenía por costumbre, optó por expresar sus sentimientos exponiendo al mismo tiempo por qué deseaba que los médicos cambiaran de actitud. Pudo comprobar  entonces  que  los  médicos  respondían de manera muy diferente. Al final se sorprendió  y  se  quitó  un  peso  de  encima  cuando  vio que los médicos no sólo no lo hacían pedazos, sino que cambiaban radicalmente de actitud y votaban a favor de su proyecto por diecisiete votos a uno. Aquel cambio tan espectacular contribuyó a que los administradores advirtieran y apreciaran la repercusión que podía tener la expresión de la propia vulnerabilidad... incluso en el lugar de trabajo.

 

Finalmente,  me  gustaría  contar  una  experiencia  personal  que  me  enseñó qué efectos tiene ocultar los sentimientos. Estaba dando un curso de CNV a un grupo de alumnos de una zona empobrecida de la ciudad. El primer día, al entrar en el aula, los encontré entretenidos en una animada conversación, pero al verme  se  quedaron  callados.  « ¡Buenos  días!»,  los  saludé.  Continuó  el  silencio.

 

Me sentí incómodo, pero tuve miedo de expresarlo. En lugar de eso, y de la manera  más  profesional  que  pude,  continué:  «En  esta  clase  vamos  a  estudiar  un proceso de comunicación que espero que les sea útil en sus relaciones con sus familiares y sus amigos».

 

Seguí hablando de la Comunicación no violenta pese a tener la impresión de que nadie me escuchaba. Una chica hurgó en su bolso, sacó una lima y se puso a limarse enérgicamente las uñas. Los que estaban sentados junto a las ventanas tenían la cara pegada a los cristales, como fascinados por lo que pudiera estar ocurriendo afuera. Aunque me sentía cada vez más incómodo, seguí sin decir nada. Por fin, un alumno, indudablemente más valiente que yo, rompió el hielo. «A usted no le gustan los negros,  ¿no?».  El  comentario  me  sorprendió,  pero  no  tardé  en  darme  cuenta  de que, al querer disimular que me sentía incómodo, había contribuido a que el chico se hiciera aquella idea.

 

«La verdad es que estoy nervioso –admití–, pero no porque ustedes sean negros. Lo que me pasa es que aquí no conozco a nadie y me gustaría caerles bien.»

 

Expresar mi vulnerabilidad tuvo un efecto muy importante en los alumnos. En seguida comenzaron a hacerme preguntas, a contarme sus cosas y a mostrar curiosidad por la Comunicación no violenta.

 

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