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Negación de la responsabilidad – Comunicación no violenta

Negación de la responsabilidad – Comunicación no violenta

 

El lenguaje que solemos usar oscurece la conciencia de nuestra responsabilidad personal.

 

Otra forma de comunicación que aliena de la vida es la negación de la responsabilidad. La comunicación que aliena de la vida nos nubla la conciencia de nuestra responsabilidad en lo que pensamos, sentimos y hacemos. El uso de la expresión tan habitual: «tener que», como en el caso de la afirmación: «te guste o no, tienes que hacerlo», ilustra hasta qué punto nuestra responsabilidad personal por nuestras acciones se ve oscurecida por esta manera de hablar. En cuanto a la expresión: «hacer sentir», como en el caso de: «me haces sentir culpable», constituye otro ejemplo más de cómo el lenguaje nos allana el camino para que podamos negar nuestra responsabilidad personal con respecto a lo que sentimos y a lo que pensamos.

 

En su libro Eichmann in Jerusalem,* que documenta el juicio por los crímenes contra  la  humanidad  cometidos  por  el  oficial  nazi  Adolph  Eichmann,  Hannah Arendt dice que Eichmann declaró que tanto él como sus compañeros utilizaban una  palabra  especial  para  referirse  al  lenguaje con  el  que  eludían  y  negaban  su  responsabilidad.  El  nombre  que  daban  a  esa  actitud  era Amtssprache, que  podría  traducirse  libremente como «lenguaje oficial» o «jerga burocrática». Si se les preguntaba, por ejemplo, por qué habían cometido determinados actos, la respuesta podía ser: «Tenía que hacerlo». Y si se les preguntaba por qué «tenían que» hacerlo, la respuesta podía ser: «Eran órdenes superiores», «Era la política del momento», «Era la ley».

 

Negamos la responsabilidad de nuestros actos cuando atribuimos su causa a:

 

• Fuerzas difusas e impersonales:

 

Limpié mi habitación porque tenía que hacerlo.

 

• Nuestro estado de salud, un diagnóstico o nuestra historia personal o psicológica:

 

Bebo porque soy alcohólico.

 

• Lo que hacen los demás:

 

Le pegué a mi hijo porque cruzó la calle corriendo.

 

• Órdenes de la autoridad:

 

Mentí al cliente porque mi jefe me dijo que lo hiciera.

 

• Presiones de grupo:

 

Empecé a fumar porque todos mis amigos lo hacían.

 

• Políticas, normas y reglas institucionales:

 

Tengo que expulsarte por esta infracción porque es la política de la escuela.

 

• Los roles asignados según sexo, posición social o edad:

 

Me fastidia ir a trabajar, pero tengo que hacerlo porque soy marido y padre.

 

• Impulsos irrefrenables:

 

Me superaron las ganas de comer bombones y me los comí.

 

Cierta vez, durante un encuentro de padres y maestros en el que se habló de los  peligros  de  un  lenguaje  que  presupone  la  imposibilidad  de  elegir,  una  mujer objetó, indignada: «¡Pero hay cosas que uno tiene que hacer, le guste o no! No veo qué tiene de malo que yo les diga a mis hijos que también ellos tienen que hacer determinadas cosas». Al pedirle que citara una de las cosas que ella «tenía que hacer», replicó: «¡Nada más fácil! Hoy mismo, cuando salga de aquí, tengo que volver a casa y hacer la cena. ¡Detesto cocinar! Es algo que odio con toda el alma, pero hace veinte años que lo hago día tras día, incluso cuando estoy tan enferma que apenas puedo salir de la cama, por la simple razón de que es una de las cosas que no tengo más remedio que hacer». Le dije que me entristecía profundamente saber que dedicaba una parte tan importante de su vida a hacer una cosa que detestaba  por  el  simple  hecho  de  que  se  sentía obligada a hacerla, y que esperaba que pudiera encontrar mayores posibilidades de felicidad al aprender el lenguaje de la Comunicación no violenta.

 

Me  satisface  decir  que  fue  una  alumna aplicada. Al finalizar el taller, volvió a su casa y anunció a su familia que no quería volver a cocinar  en  su  vida.  Tres  semanas  más  tarde  tuve ocasión de saber, a través de sus dos hijos, qué repercusión había tenido el hecho en la familia. Yo sentía una gran curiosidad por conocer cómo habían reaccionado  ante  la  decisión  de  su  madre.  El  mayor  exclamó  con  un  suspiro: « ¡Gracias  a Dios!». Al ver que yo lo miraba extrañado, me explicó: «Cuando nos lo anunció, yo pensé: "Bueno, quizás por fin ya no la oigamos más quejarse en cada comida"».

 

Otra vez, durante una consultoría que realicé en un distrito escolar, una maestra me dijo: «Odio poner notas. Creo que no sirve para nada y que causa una gran ansiedad en el alumno. Pero tengo que ponerlas, lo ordenan las normas». Acabábamos de realizar unas prácticas sobre la manera de introducir en clase  un  lenguaje  que  potenciara la  conciencia de la responsabilidad por las acciones personales. Sugerí a esa maestra que convirtiese la afirmación: «Tengo que poner notas porque lo ordenan las normas», en esta otra frase: «Elijo poner notas porque quiero...» y la terminara. La maestra respondió sin titubear: «Elijo poner  notas  porque  quiero  conservar  mi  trabajo»,  y  se  apresuró  a  añadir:  «De  todos modos, no me gusta decirlo así porque me hace sentir demasiado responsable por lo que hago». Y yo le respondí: «Por eso quiero que lo digas así».

 

Comparto el punto de vista del novelista y periodista francés Georges Bernanos cuando dijo:

 

“Hace mucho tiempo que pienso que si llega el día en que la creciente eficiencia de la técnica de la destrucción hace que nuestra especie acabe desapareciendo de la Tierra, no será la crueldad la responsable de nuestra extinción, ni mucho menos, por supuesto, la indignación que despierta la crueldad, ni las represalias y venganzas que trae consigo..., sino la docilidad, la falta de responsabilidad del hombre moderno, su servil aceptación básica de los códigos vigentes. Los horrores  de  los  que  hemos  sido  testigos  y  los  horrores  aún  peores que veremos no indican que en el mundo esté aumentando el número de los rebeldes, los insubordinados e indomables, sino que lo que aumenta de manera constante es el número de hombres obedientes y dóciles.”

 

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