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La Comunicación que bloquea la compasión – Comunicación noviolenta

 

La Comunicación que bloquea la compasión – Comunicación noviolenta

 

Al estudiar qué nos aliena de nuestro estado natural de compasión, fui identificando ciertas formas específicas de lenguaje y de comunicación  que  a  mi  entender  contribuyen  a que nos comportemos de manera violenta con los demás y con nosotros mismos. Para referirme a estas  formas  de  comunicación,  utilizo  la  expresión «comunicación que aliena de la vida».

 

Los juicios moralistas

 

Un tipo de comunicación que aliena de la vida es aquél en el que empleamos juicios  moralistas  que  presuponen  una  actitud  errónea  o  malvada  por  parte  de aquellas personas que no actúan de acuerdo con nuestros valores. Estos juicios se reflejan en comentarios como: «Tu problema es que eres muy egoísta», «Es una perezosa»,  «Están  llenos  de  prejuicios»,  «Esto  es  inapropiado».  Echar  la  culpa  a  alguien, insultarlo, rebajarlo, ponerle etiquetas, criticarlo, establecer comparaciones y emitir diagnósticos son distintas maneras de formular juicios.

 

El poeta sufí Rumi escribió en cierta ocasión: «Más allá de las ideas de actuar bien y actuar mal, se extiende un campo. Allí nos encontraremos». Sin embargo, la  comunicación  que  nos  aliena  de  la  vida  nos atrapa en un mundo de ideas preconcebidas con respecto a lo que está bien y lo que está mal, un mundo hecho de juicios. Emplea un lenguaje en el que abundan las palabras que establecen clasificaciones  y  dicotomías  con  respecto  a  las  personas  y  a  sus  formas  de  actuar.

 

Cuando utilizamos este lenguaje juzgamos a los demás y su comportamiento y nos centramos en quién es bueno, malo, normal, anormal, responsable, irresponsable, inteligente, ignorante, etcétera.

 

Mucho antes de llegar a la edad adulta, aprendí a comunicarme con los demás de una manera impersonal en la que no necesitaba revelar lo que me estaba pasando internamente. Cada vez que me encontraba con personas o hechos que no  me  gustaban  o  no  comprendía,  mi  reacción  consistía  en  dictaminar  que  los equivocados  eran  ellos.  Cuando  mis  maestros me  encomendaban  una  tarea  que  yo  no  tenía ganas de hacer, se convertían a mis ojos en unos «pesados»  o  unos  «imbéciles».  Cuando  estaba manejando y alguien me pasaba por delante, yo reaccionaba  llamándolo  «idiota».  Siempre  que empleamos este lenguaje, pensamos y nos comunicamos desde la perspectiva de que algo falla en los demás porque se comportan de una determinada manera o, a veces, de que algo falla en nosotros porque no comprendemos o no respondemos como nos gustaría. Centramos nuestra atención en clasificar, analizar y determinar niveles de error más que en lo que necesitamos (nosotros y los demás) y no conseguimos.  En  consecuencia,  si  mi  pareja  quiere  más  cariño  del  que  yo  le ofrezco, es una persona «dependiente y desvalida». Pero si yo quiero más cariño que el que ella me da, es «distante e insensible». Si mi compañero de trabajo se preocupa más que yo por los detalles, es «quisquilloso y compulsivo». En cambio, si soy yo quien se preocupa más por los detalles, él es «descuidado y desorganizado».

 

Creo que este tipo de análisis de otros seres humanos no es más que una trágica expresión de nuestros propios valores y necesidades. Trágica porque, cuando expresamos nuestros valores y necesidades de esta manera, lo único que conseguimos es potenciar una actitud defensiva y de resistencia en las mismas personas cuya conducta nos molesta. Y si aceptan actuar en consonancia con nuestra escala de valores porque coinciden en nuestro análisis de su ineptitud, es probable que sólo lo hagan por miedo, culpa o vergüenza.

 

Sin embargo, cuando los demás acceden a actuar de acuerdo con nuestros valores y necesidades, no porque lo deseen de corazón, sino porque tienen miedo o se  sienten  culpables  o  avergonzados,  el  precio  que  nos  toca  pagar  es  realmente muy alto. Tarde o temprano vendrán las consecuencias bajo la forma de una falta de buena voluntad por parte de aquellos que responden a nuestros deseos por coerción  externa  o  interna.  Por  otro  lado,  cuando  alguien  hace  algo  por  miedo, culpa o vergüenza, también paga un precio de tipo emocional, ya que abrigará un resentimiento  contra nosotros  al  quedar  rebajada  su  autoestima.  Además,  cada vez que otras personas nos asocien con cualquiera de estos sentimientos, disminuirá  la  probabilidad  de  que  en  el  futuro  respondan  de  una  manera  solidaria  a nuestras necesidades y nuestros valores.

 

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